LA BEATIFICACIÓN DEL MÁRTIR

Pedro Ortiz de Zárate, sacerdote protector y defensor de los derechos indígenas del norte argentino y sur boliviano

El 27 de octubre de 1683, los sacerdotes Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas, cumplían una misión evangelizadora cuando fueron asesinados, junto con otras 18 personas, por los “infieles del Chaco”. Por el martirio sufrido, el 13 de octubre de 2021, el Papa Francisco autorizó la beatificación de los sacerdotes conocidos como “los mártires del Zenta”.

            Pedro Ortiz de Zárate nació en San Salvador de Jujuy en 1622 o 1623. Desde su juventud ocupó los puestos más importantes de la ciudad, siendo electo alcalde de primer voto a los 22 años (cargo que ocuparía en dos oportunidades más) y, antes de consagrarse al sacerdocio, tuvo un notorio desempeño como Alférez Real.

            Con su esposa, Petronila de Ibarra y Murguía, nieta del fundados de Jujuy, Francisco de Argañaraz y Murguía, fueron la fortuna más grande de la provincia. Tuvieron numerosas casas y fincas en Palpalá, Rio Blanco, El Molino (Reyes), Tilcara, Guacalmera (Huacalera), Rodero, Yavi, Tumbaya, Cianzo y el Pongo; en el actual territorio de Bolivia, fueron poseedores de tierras en Mojo, Sococha y Tupiza. Francisco Xarque, en su libro Insignes Misioneros de la Compañía de Jesús en la provincia del Paraguay, señala a estas regiones como “una pequeña república, con infinitos problemas étnicos y de evangelización. Este jesuita, muy amigo de Don Pedro, fue quien informó a España el infortunio de los mártires.

            Don Pedro tuvo también una vida destacada defendiendo y ayudando a los omahuacas, chichas, tilcaras y ocloyas, aborígenes de las encomiendas que estaban a su cargo. Fue un gran conocedor de sus realidades y sus lenguas, como afirma Monseñor Vergara.

            Como ejemplo de su protección y defensa de los derechos indígenas, el investigador Martín Gutiérrez Viñuales señala “están aquellos que pretendían el sometimiento de los aborígenes en condición de esclavitud y aquellos que defendían su condición de ‘hombres libres’ amparadas en el Derecho de Gentes. Claramente Don Pedro Ortiz de Zárate abonaba la posición de la defensa de la población nativa, tal como lo había demostrado en la administración de sus encomiendas”.

Su vocación: el sacerdocio

            En 1654 el matrimonio entre Don Pedro y Petronila terminó trágicamente, debido a que el techo de una de sus viviendas se derrumbó, desprendiendo una viga de madera que cayó sobre la cabeza de la esposa, dejando viudo a Zárate y causándole un profundo dolor. No se sabe con exactitud dónde ocurrió. Existen dos versiones: la primera, de Monseñor Ángel Vergara, que afirma que sucedió en la finca de los Molinos; la segunda, se inclina por el solar de Río Blanco.

            El jesuita Francisco Xarque expresa que este accidente lo impulsó a “mirar con tal desprecio las prosperidades mundanas, ordenándose sacerdote”. Así, Don Pedro abandona su vida civil, deja a sus dos hijos al cuidado se su suegra y, en 1657, es enviado como cura a Humahuaca, posteriormente a San Salvador de Jujuy. Cuenta Guillermo Assaf, en el libro ‘El queredor de los indios’, que le entrega a su suegra, en una actitud que manifiesta su claro desinterés por lo material, la dote en metálico que había recibido, entro lo que se destacan “diecinueve onzas de perlas ricas, un lagarto de oro cubierto de esmeraldas, una perla gruesa, rubíes, brillantes…cosas de familia para no renovar el dolor”, además de “otras joyas y preseas de oro que yo le compré durante dicho matrimonio”.

            En los inicios de su labor sacerdotal como cura, en San Salvador de Jujuy, tribus cercanas sufren una epidemia terrible que diezma a su población. Eran indios osas, ocloyas y paypayas, tribus pacíficas que, además, sufrían los ataques y las matanzas de los “bárbaros del Chaco”, que los sorprendían en sus rancheríos como un flagelo de exterminio. Ortiz de Zárate les cede los derechos de sus encomiendas y reconstruye la capilla de los paypayas bajo la mirada de sus superiores, que comienzan a verter elogios sobre sus virtudes. El obispo Fray Nicolás Ulloa, en una carta al Rey, señala “pasando a Jujuy he encontrado a un venerable y anciano sacerdote, celosísimo de la gloria de Dios, con gran aprecio por los indios y favorecedor de los mismos. Lo he visto con mis propios ojos, varias veces, trabajando con sus manos en la construcción de diversas capillas en los poblados, por más que no perteneciesen a su Doctrina (territorio misional). He constatado su gran compromiso por el culto divino. Su iglesia de Jujuy es muy elegante y limpia; los ornamentos decentes, comprados todos de su bolsillo. Se trata del licenciado Pedro Ortiz de Zárate”.

Rumbo al Chaco Gualampa

            En 1670, Don Ángel Paredo llegó a ocupar la Gobernación del Tucumán. Este español estaba empecinado en conquistar el Chaco Gualampa con una expedición militar que incluía a las fuerzas armadas de varias ciudades. Esta expedición fracasó con Paredo y con los gobernantes que le siguieron.

Paredo elogiaba las virtudes de Don Pedro, escribiendo “es una persona de gran capacidad y talento, muy virtuoso y honesto…gastó todo su patrimonio en el ornato de su Iglesia y culto divino…sustenta cinco o seis sacerdotes a sus espensas”. De igual manera, el Fray Gabriel Tommasini, en su libro ‘La civilización cristiana del Chaco’ destaca “fuera de la ciudad, en los pueblos indios, serían veinte las capillas que hizo fabricar, poniendo por sus manos las primeras líneas y fundamentos, y casi todo a su costo. Su rostro venerable era índice de su angelical pureza”.

A diferencia de Don Ángel Paredo, el Cabildo de Jujuy, a pedido de Don Pedro, solicitaba al Rey la autorización para una conquista pacífica que evite cualquier derramamiento de sangre. La respuesta fue afirmativa y llegó cuatro años después, cuando fue hecha pública por el Gobernador de Tucumán, Don Fernando de Mendoza de Mate de Luna, el 17 de abril de 1682. La respuesta, señala Salvatore Bazzu, “exhortaba a proceder a la evangelización del Chaco de mono pacífico ¡era todo lo que quería nuestro Don Pedro”.

La investigadora Graciela María Viñuales, al referirse al inicio de la expedición, destaca “había convocado a los pueblos de Cochinoca, Casabindo, Rinconada del Valle Rico, Cerrillos y Yavi, entre otros, así como a los españoles de la jurisdicción para reunirse en Cochinoca (la zona más poblada de la época) el 11 de octubre de 1682 y comenzar con la organización”. Después de varias postergaciones, y pasadas las pascuas de 1683, los voluntarios se encontraron con el padre Ortiz de Zárate y con la delegación que partió desde San Salvador de Jujuy. En los días siguientes se sumaron los sacerdotes Diego Ruíz y Antonio Solinas, comenzando lo que se llamó “entrada fundacional” al Gran Chaco Gualampa o Llano de los Mansos, región que comprendía cerca de 200.000 kilómetros cuadrados. Partieron de Humahuaca, pasaron por Cianzo, donde se sumaron 24 españoles y 40 indios amigos, cruzaron por el abra del Zenta y luego bajaron hasta las orillas del Rio San Lorenzo, fundando la misión de San Rafael. Agrega Tommasini que en la parte exterior del Fuerte fueron ubicadas cuatrocientas familias de indios ojoteros y taños, los que, desde la aparición de los misioneros, por medio de sus caciques, aceptaron las condiciones de paz que se les brindaron.

El padre Miguel Ángel Vergara, al describir la zona a catequizar, señala “esta tribu (por los ojotáes) igual que los taños, tobas y mocovíes, estaban dispersas en los bosques cerca de los ríos, huyendo de otras tribus más fuertes y hostiles: por tanto las tribus más débiles se acercaban a los padres para tener protección contra aquellos enemigos que raptaban a sus mujeres y niños para hacerlos esclavos, robaban sus pobres bienes móviles, matando también a los hombres que se oponían. Los más feroces eran sobre todo los chiriguanos, exceptuadas algunas de sus tribus que se habían hecho cristianas y residían en Tarija”.

Mientras que Ortiz de Zárate y Solinas continuaron avanzando, el padre Diego Ruiz, al ver la cantidad de indios que se acercaban al Puesto de Santa María, a orillas del Rio Zora, retornó en busca de refuerzos. Los misioneros iniciaron una nueva incursión y al regresar se encontraron con un grupo numeroso de indígenas: “unos 500 indígenas, 150 tobas y el resto que estaba compuesto por cinco caciques mocovíes con sus guerreros”, según destaca el padre Pedro Lozano en su libro ‘La historia de la compañía de Jesus en la Provincia del Paraguay’.

El martirio

Entre el 25 y 26 de octubre, los indígenas rodearon la capilla a la “espera de otros curacas”. El 26 a la noche, a los misioneros se les acercó, con gran cautela, un cacique mataguallo que les advirtió sobre la traición organizada por los tobas y mocovíes infieles, por lo que comenzaron a preparar sus almas para entregar vida y sangre “por la salvación eterna de aquellos pobres hermanos indígenas”, según lo subraya Salvatore Bassu.

Lozano y Xarque cuentan que, al inicio de la tarde del día 27, cuando los sacerdotes enseñaban catecismo, los indios los agredieron, los mataron con dardos y otras armas semejantes a clavas, y los decapitaron. También mataron a otras dieciocho personas que estaban junto a los dos misioneros en Santa María, los desnudaron y, después de haberles cortado la cabeza, traspasaron sus cuerpos con un dardo.

Concluida la matanza, los indígenas escaparon llevándose las cabezas para usar los cráneos, como era la costumbre en esas tribus, como copas en la fiesta de celebración. Fueron el padre Ruiz y el sargento mayor Lorenzo Arias quienes encontraron los cuerpos alrededor de la iglesia. El padre Juan Antonio Solinas fue trasladado a la iglesia de Salta y Pedro Ortiz de Zárate a la iglesia de San Salvador. Los 18 mártires que acompañaban a los sacerdotes fueron enterrados donde murieron. Eran “dos españoles, un negro y un mulato; dos niñas, una mujer y once indios”. Algún día se encontrarán sus cuerpos a orillas del Rio Zora.

El cuerpo de Don Pedro fue recibido con gran veneración, fue transportado “en las espaldas, entre dos alas de pueblo en llanto, aquel pueblo tan favorecido por el santo párroco, ahora mártir de la fe”. Es necesario aclarar que el acta de inhumación se encuentra en los libros existentes de la Catedral de Jujuy y reza “el 23 de noviembre de 1683 he sepultado y colocado en una urna en la nave colateral que está al lado del Evangelio del altar mayor de esta iglesia parroquial, los huesos de Don Pedro Ortiz de Zárate, cura rector y vicario, juez eclesiástico y comisario de la Santa Cruzada, que fue de esta ciudad…”

El historiador Enrique Gandía cita al padre Lozano describiendo la muerte de uno de los asesinos de los mártires del Zenta a manos de tropas dirigidas por el capitán Vélez Alcocer. Señala Gandía “al victimar al indio de referencia, vió llevaba por mangas de su coleto las medias de cordobán o borceguíes, que usaba el P. Solinas y dejando el cuerpo en el campo vieron, no sin admiración, al otro día cómo por la herida en el peco le había un perro comido el corazón, que era justo que castigase el animal, que es símbolo de fidelidad, la mayor alevosía de quién excedió a las fieras de la crueldad”. No se sabe la fecha precisa, aunque se cree que podría haber ocurrido en 1685.

Joaquín Carrillo, nuestro notable historiador, señala “Jujuy lo ha mirado siempre con una veneración casi sagrada, como un espíritu tutelar santificado por el sacrificio y revestido de la beatitud de los mártires cristianos”.

El misterio de su tumba

Graciela María Viñuales destaca “a lo largo de los años la fama de santidad de Don Pedro Ortiz de Zárate fue en aumento en Jujuy y en diversas ocasiones fue objeto de súplicas y pedidos de intercesión, aún cuando no estuviera consagrado como santo. Las noticias al respecto son muchas y hasta la mitad del siglo XX hay testimonios de la devoción y el reuerdo de su hazaña entre la gente de la ciudad y la provincia”. Asimismo, se le atribuye al “Venerable”, nombre con el que se lo conoce desde entonces, ser intercesor en el cielo. Se afirma que en Jujuy eran muchas las personas que pedían gracias a dios por intersección del mártir, obteniendo lo que solicitaban. Destaca el historiador Alberto Luna que, en los 180 años siguientes, su veneración crecía de una manera incontrolable, tanto que las autoridades eclesiásticas decidieron trasladar y enterrar sus restos “con carácter reservado y mucho secreto como para que no quedara señalado el lugar preciso de inhumación, para evitar un culto indebido que crecía paulatinamente sin la autorización de la Santa Sede”.

Aunque no puedan confirmarse las causas, algunos señalan que el traslado del cuerpo fue por el peligro que corría la iglesia. Eran numerosos los devotos, mayoritariamente indígenas, que venían del interior, especialmente de Humahuaca, Ocloyas y Rio Blanco, a orar y pedir por su intermediación para con dios, ya que varias de sus peticiones su cumplían. Entonces, el cebo de las velas llegaba hasta el centro de la iglesia y causaba mucha preocupación por el peligro de un incendio. Otros dicen que los sacerdotes del momento estaban celosos de su veneración, mientras se tenía en el olvido al resto de los santos.

Tommasini señala que la desaparición del cuerpo hace suponer que, a consecuencia de las velas que los devotos encendían alrededor de su sepultura, se tomó la decisión de ocultar los restos sagrados, eliminando la causa de aquella supuesta veneración que fue conceptuada supersticiosa, y no como un acto de sincera piedad. “Aún en esta hipótesis no estamos de acuerdo con este proceder. Opinamos que debía ser encauzada la devoción popular por las normas que prescriben las disposiciones canónicas, a fin de evitar posibles abusos por la ignorancia de los fieles”, finaliza.

También existe la versión, según Vergara, sobre “reliquias” o huesos conservados por algunas familias jujeñas, las que habrían sido entregadas por la curia. El doctor Marcelo Quevedo Carrillo, descendiente de Don Pedro, relata lo ocurrido en su niñez, cuando acompañó a su abuelo Ignacio Carrillo:

“Nos dirigimos hasta la iglesia del Buen Pastor (calle San Martín 1248) y procedió a entregarle a las monjitas, que eran las que cuidaban el templo, un hueso que identificó como el codo del Venerable. Tengo muy clara la imagen, porque al ser un niño me había impactado mucho. Esta reliquia se hallaba en la casa de Don Ignacio (San Martín 560), en un mueble antiguo que representaba un pequeño altar, donde también se encontraban retazos de la Bandera donada por Belgrano al pueblo de Jujuy y que había sido recortada al cumplirse el centenario. Mi familia había heredado pertenencias que eran del Obispo Padilla y Bárcena, tío de mi abuelo, por lo que creo que por eso estaba en el poder de la familia. Eligió esta parroquia porque el obispo había sido un gran benefactor de ella y su deseo era que estuviese en una iglesia de Jujuy”

           Quiero destacar las palabras de Guillermo Assaf, al señalar “hay que empeñarse en una memoria más profunda, buscando morder raíces esenciales. Hay que ir a esos hombres crucificados por el bien de los hombres amados como hermanos. Hablamos entonces de los santos, hablamos de los mártires: hablamos del jujeño Don Pedro Ortiz de Zárate”.

           Espero que algún día se devele lo ocurrido con estos cuerpos que fueron tan venerados, tanto el padre Ortiz de Zárate, Antonio Solinas y los 18 mártires de Santa María.

Fuente: Jorge Delfin Calvetti

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